sábado, 9 de marzo de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "UN HOMBRE NORMAL (II)"



“Reloooooj, no maaaarques las horaaaaas, porque voy a enloqueceeeeerrr…”.

Sin duda, era hora de cambiar la sintonía del despertador o acabaría odiando la dichosa cancioncita. Clara Flores Campos abrió un ojo legañoso y lo fijó, o al menos lo intentó, en el reloj en cuestión, pero se lo impidió la almohada que había estado abrazando en sueños como si la vida le fuera en ello.

Suspiró.

Ojalá cambiar sus vívidos sueños fuera tan sencillo como cambiar la sintonía del despertador.

—¡Oh, Francis! –rezongó para sí, mientras sacaba un pie de la cama—. ¿Por qué el despertador siempre suena en lo mejor? ¿Y por qué diablos hablo sola?

Scaramouche maulló como protestando por su ninguneo, aunque probablemente lo que reclamaba era su desayuno.

Mientras se duchaba y se tomaba un café a toda prisa al darse cuenta de que si no se apresuraba no llegaría a tiempo, Clara no volvió a acordarse de cambiar la sintonía.

Cuando salió de casa estuvo a punto de chocar con su vecino, que no la vio mientras bostezaba con sentimiento.

Ella le saludó y él se limitó a alzar una mano cansada, sin notar que Clara le seguía con la mirada hasta que desapareció tras su puerta, junto a la de ella.

En el ascensor, Clara se dio un cabezazo contra el cuadro de mandos mientras sentía el corazón desbocado y el rostro ruborizado.

—¡Oh, Francis! –suspiró sin poder evitarlo.

 

 

Paco no podía ni con su alma.

Durante unos segundos dudó entre ducharse y desayunar antes de meterse en la cama o hacerlo directamente. Al final decidió hacer lo primero, porque de lo contrario se levantaba de mal humor y se comía todo lo que encontraba por delante.

Mientras se hacía el café, se estiró para desentumecer los músculos de la espalda y puso las noticias para no quedarse dormido en la mesa de la cocina. No es que les hiciera mucho caso, pero le gustaba tener ruido de fondo y no contaba con la música y la cháchara de su vecina para hacerle compañía. A veces había dudado incluso si vivía sola o eran dos, porque lo cierto era que esa chica hablaba mucho sola.

Y ese dichoso despertador con el bolero de marras, cuánto lo había llegado a odiar. Sin embargo, si lo cambiara, creía que lo echaría de menos. Se temía que sentiría como si le faltara algo.

Comenzó a canturrear “El reloj” mientras metía unas tostadas en el tostador y  miraba cómo se tostaban.

Los ojos se le cerraban solos. Y esa noche estaba de guardia otra vez.

Ni siquiera se dio cuenta del sabor de las tostadas ni del café. Pasó de la ducha. Cinco minutos después estaba en la cama durmiendo como una piedra.

 

 

—Sí, tú ríete, pero no tiene nada de gracioso.

Clara no sabía ni por qué le contaba sus cosas a Irene, porque la verdad era que ella se lo tomaba todo a pitorreo y su único consejo era “lánzate en el ascensor”.

La cuestión era coincidir en el ascensor, para empezar. Y después, que él la mirara siquiera.

Porque normalmente coincidían cuando él salía del cuartel de bomberos y estaba hecho polvo, u –horror— iba acompañado de alguna chica. Vale, lo último solo había sucedido una vez, pero se había sentido tan mal por ello que nunca lo olvidaría y la hacía sentirse una psicópata acosadora, porque se había pasado toda la noche pendiente de si se acostaban o no.

Y no es que ella estuviera “enamorada” de su vecino Francisco. Para nada. Solo le gustaba. Mucho. Quizás algo más que mucho. Pero de ahí a estar enamorada va un trecho, ¿verdad? Si nunca habían hablado siquiera, a no ser que cuente como conversación la elección del color de la pintura del portal, dar los buenos días o comentar el mal tiempo que hace.

De hecho, si le preguntaban de qué color eran sus ojos, tenía que pensarlo para decir que eran castaños con reflejos dorados a la luz de las bombillas del descansillo. Que el pelo lo llevaba demasiado largo para estar a la moda y que era demasiado básico a la hora de vestir, pero por ser él se lo perdonaba, porque le sentaban bien los vaqueros y las camisetas monocromas. Que su colonia no empalagaba, sino que olía a fresca y a él.

Vamos, que no era una de esas mujeres obsesivas que se pasan el día pendientes de los movimientos de sus amados y que ven por sus ojos y que hasta vigilan su correo. Ella aún no había llegado a esa fase.

—Lo de personificar a tu vecino bombero como un pirata es un prodigio de imaginación que no deberías desperdiciar. Dedícate a las novelas, amiga –dijo Irene sorbiendo el último trago de su café mientras la miraba con solo un dejo de ironía.

No solo era su mejor amiga, si no que trabajaban juntas en la escuela infantil desde que habían terminado sus estudios. Se conocían tanto que muchas veces apenas necesitaban hablar para comunicarse. Por ello Irene no necesitó oír las palabras de su amiga para entenderlas: “vete a la mierda”.

—Si lo sé no te lo cuento. Por cierto, ¿por qué cuento estas cosas sabiendo que me hacen parecer majara? –Clara se derrumbó sobre la mesa de la sala de profesores agradeciendo que allí no hubiera nadie más que ellas dos.

—Porque necesitas aliviar tu frustración sexual de alguna manera y tus sueños son una de ellas y contarlos otra.

Clara alzó la mirada hacia Irene, que había dejado su taza y la miraba con cara de lástima. Era fácil para ella hablar de la frustración de las demás cuando ella tenía un marido que la tenía más que satisfecha. De hecho, las proezas y el aguante de su marido Carlos eran legendarias en la sala de profesores.

—¿Y seguro que no tiene nada que ver con que cada mañana me digas: “¿qué has soñado hoy?”?

Irene se encogió de hombros con una inocencia digna de uno de sus dulces angelitos.

—Cualquier cosa por ayudar a una amiga.

Clara gruñó y volvió a dejar caer la cabeza contra la mesa con un sonoro, y seguro que doloroso, pum.

 

 

Paco despertó a media tarde con un suave runrún al otro lado de la pared.

Ahí estaba ella otra vez hablando sola o con su gato.

Se estiró sobre la cama y afiló la oreja para ver si captaba algo de lo que decía.

—… tiene razón… tengo que buscarme una… porque parezco una vieja… algún día me encontrarán seca y a ti comiéndome los…

Paco sonrió. Seguro que si no la oyera durante un día entero él mismo se daría cuenta de que algo pasaba y rompería la puerta a patadas para ver si estaba bien. Y probablemente le daría un susto de muerte mientras se daba un baño…

La imagen de su vecina desnuda en la bañera, cubierta apenas por espuma le causó una imprevista excitación.

Francamente, empezaba a pensar que sus vecinos del sexto, los que rondaban los noventa años, tenían una vida sexual más activa que él y Clara juntos, bueno, sumando las vidas sexuales de ambos, para ser más exactos. Él desde luego hacía siglos que no salía con nadie, y a Clara no le conocía ningún ligue desde que se mudara allí hacía ocho meses.

—Y no tengo ni idea de por qué llevo la cuenta –murmuró para sí mientras se levantaba para enfilar la ducha.

 

 

Clara tenía pillada la hora de ir a regar las plantas del descansillo, sacar la basura o ir a mirar el correo, que casualmente solía coincidir con la hora a la que Paco salía o entraba para trabajar.

Apenas hablaban más allá de un par de frases de cortesía sobre el tiempo, la crisis o los vecinos del sexto, “los privilegiados”, pero si algún día no coincidía con él, lo echaba tanto de menos que soñaba con él. Y sus sueños eran… en fin…

Los primeros habían sido más o menos normales, ambientados en la vida real. Pero luego su vida real y sus lecturas o películas favoritas habían empezado a mezclarse. Tanto que mientras soñaba se lo creía todo de un modo absurdo. Mientras soñaba, ella era o Lady Claire la amante del pirata, o Clarita la huérfana desamparada enamorada de su tutor o ClairedeLune, la espía francesa enrollada con un héroe de la resistencia, dudando entre la causa contra los nazis o el amor. Y “él” siempre era Paco, o Frank, o Francis, o como se llamara.

Y lo mejor de todo era que sus sueños eran asquerosamente inocentes.

Como decía Irene, para tener tanta imaginación, para las escenas de sexo idílicas era una puritana. Ni siquiera llegaba al primer beso. Su vida sexual era tan inexistente que por no existir, no lo hacía ni en sueños.

Mientras lo recogía todo para volver a casa, se preguntaba si Irene no tendría razón y no sería hora ya de lanzarse, para bien o para mal, porque ya iba quedándose para vestir santos. Total, ¿qué era lo peor que podía pasar? ¿Que él se riera y pusiera un bando en el portal denunciando su osadía y que el resto de los vecinos la señalara con el dedo por posar sus indignos ojos en semejante ejemplar masculino? Con suerte, ella se atrancaría con las palabras y entre balbuceos y toses él no entendería que le estaba pidiendo salir y le ofrecería un paquete de azúcar. Y luego quedaba la lejana posibilidad de que todo saliera bien y ella la cagara en la cita hablando de sus niños sin parar, o contándole de sus sueños protagonizados por él mismo. Le pediría una orden de alejamiento y no podría traspasar una raya pintada por un juez en mitad del descansillo. Cada vez que coincidieran en el ascensor, ella tendría que apretujarse en una esquina y él en la otra para mantener los metros de seguridad. Sería una pesadilla absoluta.

—Sigue así y dentro de cinco minutos ya no te quedará pelo en la cabeza para hacerte una coleta.

Clara se volvió hacia Irene, que contemplaba el baile de emociones de su rostro con una sonrisa divertida.

—Tendrás que presentarme a ese vecino tuyo para que compruebe en mis propias carnes si se merece tales desvelos –añadió, ayudándola a guardar los últimos juguetes y libros de cuentos en los armarios.

Su amiga entrecerró los ojos, fingiendo un ataque de celos.

—¿Problemas con tu maridito?

Irene se encogió de hombros.

—Para nada. Carlos se ha apuntado a un gimnasio porque dice que así ambos seremos más felices, vete tú a saber a qué se refiere –comentó con un guiño pícaro—. La verdad es que tengo curiosidad por el chico de tus sueños. Debe de ser realmente especial para tenerte tan hechizada después de años de sequía.

Clara enarcó una ceja.

—Te recuerdo que sigo de sequía y me temo que así seguiré por los siglos de los siglos. Porque cada vez que se me pasa por la cabeza hablar con él de algo que no sea cambiar una bombilla o comentar lo bonito que es su felpudo me pongo cardiaca y se me ocurren las ideas más peregrinas.

—¿Como qué?

—Órdenes de alejamiento, bandos en el portal poniéndome en evidencia…

Irene frunció los labios, seria por unos segundos.

—También podría ocurrir algo tan sencillo como que él dijera que sí o no. Esas cosas suceden todos los días, ¿sabes? Claro que le ocurren a la gente que se arriesga, y tú lo máximo que te arriesgas en tu vida es a cambiar de marca de cereales muy de vez en cuando. Sin olvidar aquella vez que te equivocaste de pienso para Scaramouche y él dejó de hablarte durante días. Tremendo drama.

—No hace falta que me pintes como si fuera una seta mohosa –replicó Clara.

—Lo de seta salta a la vista, lo del moho es cuestión de tiempo, querida.

 

 


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